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La necesidad de la expresión artística en la Carta 1
...Nada resulta más inadecuado que abordar una obra
de arte con terminología crítica; de ellos siempre derivan
malentendidos de variada índole.
Las cosas no son tan tangibles ni tan susceptibles
de ser descriptas como suele hacernos creer. La mayor parte de lo que
ocurre es inexpresable, se consuma en un espacio en el cual jamás ha
penetrado palabra alguna, y más inexpresables aún son las obras de arte
existencias grávidas de secretos y con vida perdurable, al contrario de
la nuestra, que es efímera.
...Pregunta usted si sus versos son buenos. Me lo
pregunta a mí. Ya se lo ha planteado a otros. Los envía a las revistas.
Los compara con otras poesías y se inquieta cuando ciertos editores
rechazan sus intentos literarios
En lo sucesivo, ya que me permite aconsejarle,
ruégole que abandone todo eso. Usted mira hacia afuera y es,
precisamente, lo que no debe hacer de ahora en más. Nadie puede
aconsejarle ni ayudarle Nadie. Sólo hay un recurso: vuelva sobre sí
mismo. Indague cuál es la causa que lo mueve a escribir; examine si ella
expande sus raíces en lo más profundo de su corazón. Confiése se a
usted mismo si moriría, en el supuesto caso de que le fuera vedado
escribir. Ante todo, pregúntese en la más silente hora de la noche:
"Debo escribir?". Hurgue dentro de sí en procura de una profunda
respuesta y, si esta resulta afirmativa, si puede afrontar tan serio
interrogante con un fuerte y simple "debo", entonces construya su vida
según esta necesidad. Su vida, hasta en los más vacíos e insignificantes
momentos debe convertirse en señal y testimonio de este impulso.
Después, acérquese a la naturaleza. Entonces, procure expresar, como si
fuera el primer hombre, aquello que ama y pierde.
No escriba poesías de amor. A principio, evite las
formas demasiados comunes y habituales; son las más difíciles, pues se
requiere una fuerza grande y madura para gestar algo propio allí donde
existen buenas y hasta a veces, brillantes tradiciones. Por eso,
descarte motivos generales y encamínese hacia aquello que su
cotidianeidad le ofrece, exprese sus tristezas y deseos, los
pensamientos pasajeros y su fe en alguna forma de belleza. Hable de todo
eso con la más honda, íntima y humilde sinceridad, y utilice para
expresarse, las cosas de su entorno, las imágenes de sus ensueños y los
objetos de los recuerdos. Si su vida diaria le parece pobre, no la
culpe, cúlpese a sí mismo; dígase que no es lo bastante poeta como para
atraer sus riquezas. Para los creadores no hay pobreza ni sitio que sea
indiferente Y aun cuando usted estuviese en una prisión cuyas paredes
impidiesen que rumor alguno del mundo llegara hasta sus sentidos, ¿no le
quedaría siempre su infancia, esa riqueza preciosa, imperial, ese cofre
de recuerdos? Vuelva usted a ella su atención. Intente recuperar las
sumergidas sensaciones de aquel vasto pasado: su personalidad se
fortalecerá, su soledad se poblará y convertirá en una morada de luz
crepuscular, ante la cual pase lejano, el estrépito del mundo. Y si de
esta vuelta a su interior, si del estar inmerso en el mundo propio,
surgen versos, no pensará en preguntarle a nadie si los versos son
buenos. Tampoco tratará de que las revistas se interesen por tales
trabajos, pues usted disfrutará de ellos como de una preciada posesión
natural, por ser jirones de su propia vida. Una obra de arte es buena si
nace de la necesidad. En esta característica de su origen está
implícito su juicio: no hay ningún otro. He aquí por qué, estimado
señor, no he sabido darle otro consejo sino este: volver sobre sí y
sondear las profundidades de donde proviene su vida en esa fuente
encontrará la respuesta a la pregunta acerca de si debe crear. Admítala
tal corno suena, sin interpretarla. Puede que usted sea convocado por el
arte. Entonces, asuma su destino y llévelo con su pesadumbre y
grandeza, sin indagar jamás acerca de cuál es la recompensa que pueda
venir desde fuera. Pues el creador tiene que ser un mundo para sí y
hallar todo en sí mismo y en la naturaleza a la cual se ha incorporado.
Pero después de esta inmersión en su mundo y en sus
soledades, quizás usted deba renunciar a ser poeta (basta que sienta
-como queda dicho- que podría seguir viviendo sin escribir, para no
permitírselo en absoluto). Aun así, esta introspección que le pido no
habrá sido en vano. De cualquier modo, a partir de entonces, su vida
encontrará caminos propios; que ellos sean buenos, felices y amplios, se
lo deseo más de lo que me es posible expresar.
¿Qué otra cosa le diré? Me parece haber puesto
énfasis en todo aquello que lo merecía. En suma, tan sólo he querido
aconsejarle para que avance tranquila y seriamente en su evolución: en
gran medida la perturbará si mira hacia afuera o, si desde el exterior,
espera respuestas a preguntas que sólo su más íntimo sentimiento, en la
hora más propicia, acaso pueda responder.
(*) Fuente: Rainer María Rilke, Cartas a un joven poeta, Buenos Aires, Errepar (versión Delia Nilda Arrizabalaga).
La tristeza, la soledad y la celebración de inexplicable y la existencia en la Carta VIII Borgeby Gard, Fladie (Suecia), 12 de agosto de 1904
Quiero volver a hablarle un rato, querido señor
Kappus, aunque yo casi nada sepa decirle que pueda procurarle algún
alivio. Ni siquiera algo que alcance a serle útil. Usted ha tenido
muchas y grandes tristezas, que ya pasaron, y me dice que incluso el
paso de esas tristezas fue para usted duro y motivo de desazón. Pero yo
le ruego que considere si ellas no han pasado más bien por en medio de
su vida misma. Si en usted no se transformaron muchas cosas. Y si,
mientras estaba triste, no cambió en alguna parte -en cualquier parte-
de su ser. Malas y peligrosas son tan sólo aquellas tristezas que uno
lleva entre la gente para sofocarlas. Cual enfermedades tratadas de
manera superficial y torpe suelen eclipsarse para reaparecer tras breve
pausa, y hacen erupción con mayor violencia. Se acumulan dentro del alma
y son vida. Pero vida no vivida, despreciada, perdida, por cuya causa
se puede llegar a morir.
Si nos fuese posible ver más allá de cuanto alcanza
y abarca nuestro saber, y hasta un poco más allá de las avanzadillas de
nuestro sentir, tal vez sobrellevaríamos entonces nuestras tristezas
más confiadamente que nuestras alegrías. Pues son ésos los momentos en
que algo nuevo, algo desconocido, entra en nosotros. Nuestros sentidos
enmudecen, encogidos, espantados. Todo en nosotros se repliega. Surge
una pausa llena de silencio, y lo nuevo, que nadie conoce, se alza en
medio de todo ello y calla...
Yo creo que casi todas nuestras tristezas son
momentos de tensión que experimentamos como si se tratara de una
parálisis. Porque ya no percibimos el vivir de nuestros sentidos
enajenados, y nos encontramos solos con lo extraño que ha penetrado en
nosotros. Porque se nos arrebata por un instante todo cuanto nos es
familiar, habitual. Y porque nos hallamos en medio de una transición, en
la cual no podemos detenernos.
Por eso pasa la tristeza. Lo nuevo que está en
nosotros, lo recién llegado, se nos entra en el corazón, se desliza en
su cámara más recóndita, y ya tampoco está allí: está en la sangre. Y no
alcanzamos a saber lo que fue... Sería fácil hacernos creer que no
sucedió nada. Sin embargo nos transformamos como se transforma una casa
en la que ha entrado un huésped. No podemos decir quién ha llegado.
Quizás nunca logremos saberlo. Pero muchos indicios nos revelan que el
porvenir entra de ese modo en nuestra vida para transformarse en
nosotros mucho antes de acontecer. Por esto es tan importante permanecer
solitario y alerta cuando se está triste. Pues el instante
aparentemente yerto y sin suceso en que el porvenir nos penetra, se
halla mucho más cerca de la vida que aquel otro momento, ruidoso y
accidental, en que el futuro nos acaece como si proviniese de fuera.
Cuanto más callados, cuanto más pacientes y
sinceros sepamos ser en nuestras tristezas, tanto más profunda y
resueltamente se adentra lo nuevo en nosotros. Tanto mejor lo hacemos
nuestro, y con tanto mayor intensidad se convierte en nuestro propio
destino. Así, cuando más tarde surge el día en que lo futuro "acontece"
-es decir: cuando al brotar de dentro de nosotros pasa a los demás-, nos
sentimos íntimamente más afines, más allegados a él. ¡Esto es lo que
hace falta! Hace falta -y a eso ha de tender paulatinamente nuestro
desarrollo- que no nos suceda nada extraño, sino tan sólo aquello que
desde mucho tiempo atrás nos pertenezca. ¡Se ha tenido que revisar y
rectificar ya tantos antiguos conceptos acerca de las leyes que rigen el
movimiento! Se aprenderá también a reconocer poco a poco que lo que
llamamos destino pasa de dentro de los hombres a fuera, y no desde fuera
hacia dentro. Sólo porque tantos hombres no supieron asimilar y
transformar en su interior, cada cual su propio destino, mientras éste
vivía en ellos, no alcanzaron tampoco a conocer lo que de ellos salía.
Les era tan ajeno, tan extraño, que ellos, llenos de pavor y de
confusión, creían que debía de habérseles entrado en aquel mismo
instante en que se percataban de su presencia. Pues hasta juraban que
jamás antes habían descubierto nada parecido en sí mismos. Así como
durante mucho tiempo hubo error acerca del movimiento del sol, sigue aún
el engaño sobre el movimiento de lo venidero. El porvenir está ya fijo,
querido señor Kappus, mas nosotros nos movemos en el espacio infinito.
¡Cómo no habría de resultarnos todo muy difícil...!
Volviendo a hablar de la soledad, aparece cada vez
más claramente que ella no es en rigor, nada que se pueda tomar o dejar.
Y es que somos solitarios. Uno puede querer engañarse a este respecto y
obrar como si no fuese así; esto es todo. ¡Pero cuánto más vale
reconocer que somos efectivamente solitarios, y hasta partir de esta
base! Así, por cierto, ocurrirá que sintamos vértigo, pues nos vemos
privados de todos los puntos de referencia en que solía descansar
nuestra vista. Ya no hay nada cercano. Y todo lo que es lejano está
infinitamente lejos. Quien fuera llevado, casi sin preparación ni
transición alguna, desde su aposento a la cúspide de una gran montaña,
tendría que experimentar algo semejante. Se sentiría casi anonadado por
una inseguridad sin igual y por el verse abandonado al capricho de algo
que no tiene nombre. Le parecería estar cayendo, o se creería lanzado al
espacio, o bien estallando en mil pedazos. ¡Qué enorme mentira debería
inventar entonces su cerebro para alcanzar a recuperar el anterior
estado de sus sentidos y devolverles su serenidad! Así se transforman,
para quien se vuelva solitario, todas las distancias, todas las medidas.
Muchos de estos cambios se producen de un modo repentino, brusco. Y, al
igual que en aquel hombre transportado a la cima de una montaña, surgen
entonces aprensiones insólitas, sensaciones extrañas, que parecen
rebasar todo lo humanamente soportable. Pero es necesario que también
esto lo vivamos. Debemos aceptar y asumir nuestra existencia del modo
más amplio posible. Todo, incluso lo inaudito, ha de ser viable en ella.
Este es, en realidad, el único valor que se nos pide y exige: tener
ánimo ante las cosas más extrañas, más portentosas y más inexplicables,
que nos puedan acaecer.
El que los hombres hayan sido cobardes en este
terreno ha causado infinito daño a la vida. Los sucesos a los que se da
el nombre de "fenómenos" o de "apariciones", el llamado "mundo
espectral" , la muerte, todas esas cosas que nos son tan afines, han
sido de tal modo desalojadas de la vida por el diario afán de defenderse
de ellas, que los sentidos con que podríamos aprehenderlas se han
atrofiado -¡y de Dios, ni hablar! Mas el miedo ante lo inexplicable no
sólo ha empobrecido la existencia del individuo. También las relaciones
de ser a ser han quedado cercenadas por él. Valga el símil, han sido
descuajadas del cauce de un río caudaloso en posibilidades infinitas,
para ser llevadas a un lugar yermo de la ribera, donde nada sucede. Pues
no sólo por desidia se repiten las relaciones humanas con tan indecible
monotonía y sin renovación alguna de un caso a otro, sino también por
temor y recelo ante cualquier vivencia nueva y de imprevisible
trascendencia, que uno cree superior a sus fuerzas. Pero sólo quien esté
apercibido para todo, sólo quien no excluya nada de su existencia -ni
siquiera lo que sea enigmático y misterioso- logrará sentir hondamente
sus relaciones con otro ser como algo vivo. Sólo él estará en
condiciones de apurar por sí mismo su propia vida. Pues en cuanto
consideramos la existencia de cada individuo como una habitación mayor o
menor, queda de manifiesto que los más sólo llegan a conocer apenas un
rincón de su aposento. Un sitio junto a la ventana. O bien alguna
estrecha faja del entarimado, que van y vienen recorriendo de un lado
para otro. Así disfrutan de alguna seguridad...
Sin embargo, ¡cuánto más humana es aquella
inseguridad llena de peligros, que, en los cuentos de Poe, impulsa a los
cautivos a palpar las formas de sus horribles mazmorras y a
familiarizarse con los indecibles terrores de su estancia! Pero nosotros
no somos presos. Ni trampas, ni redes, ni lazos, se hallan aparejados
en torno nuestro. Ni hay nada que deba causarnos angustia o darnos
tormento. Si hemos sido puestos en medio de la vida, es por ser éste el
elemento al que mejor correspondemos, al que somos más adecuados.
Además, por obra de una adaptación milenaria, nos hemos vuelto tan
semejantes a esa vida, que cuando permanecemos inmóviles, apenas si
-merced a un feliz mimetismo- se nos puede distinguir de cuanto nos
rodea. Ninguna razón tenemos para recelar y desconfiar del mundo en que
vivimos. Si entraña terrores, son nuestros terrores. Si contiene
abismos, estos abismos nos pertenecen. Y si en él hay peligros, debemos
procurar amarlos. Con tal que cuidemos de ordenar y ajustar nuestra vida
conforme a ese principio que nos aconseja atenernos siempre a lo
difícil, cuanto ahora nos parece ser lo más extraño acabara por sernos
lo más familiar, lo mas fiel. ¿Cómo podríamos olvidarnos de aquellos
mitos antiguos que presiden el origen de todos los pueblos, esos mitos
de los dragones que en el momento supremo se transforman en princesas?
Quizá sean todos los dragones de nuestra vida, princesas que sólo
esperan vernos alguna vez resplandecientes de belleza y valor. Quizá
todo lo terrible no sea, en realidad, nada sino algo indefenso y
desvalido, que nos pide auxilio y amparo...
No debe, pues, azorarse, querido señor Kappus,
cuando una tristeza se alce ante usted, tan grande como nunca vista. Ni
cuando alguna inquietud pase cual reflejo de luz, o como sombra de nubes
sobre sus manos y por sobre todo su proceder. Ha de pensar más bien que
algo acontece en usted. Que la vida no le ha olvidado. Que ella le
tiene entre sus manos y no lo dejará caer. ¿Por qué quiere excluir de su
vida toda inquietud, toda pena, toda tristeza, ignorando -como lo
ignora- cuánto laboran y obtan en usted tales estados de ánimo? ¿Por qué
quiere perseguirse a sí mismo, preguntándose de dónde podrá venir todo
eso y a dónde irá a parar? ¡Bien sabe usted que se halla en continua
transición y que nada desearía tanto como transformarse! Si algo de lo
que en usted sucede es enfermizo, tenga en cuenta que la enfermedad es
el medio por el cual un organismo se libra de algo extraño. En tal caso,
no hay más que ayudarle a estar enfermo. A poseer y dominar toda su
enfermedad, facilitando su erupción, pues en ello consiste su progreso.
¡En usted, querido señor Kappus, suceden ahora tantas cosas!... Debe
tener paciencia como un enfermo y confianza como un convaleciente. Pues
quizá sea usted lo uno y lo otro a la vez. Aun más: es usted también el
médico que ha de vigilarse a sí mismo. Pero hay en toda enfermedad
muchos días en que el médico nada puede hacer sino esperar. Esto, sobre
todo, es lo que usted debe hacer ahora, mientras actúe como su propio
médico.
No se observe demasiado a sí mismo. Ni saque
prematuras conclusiones de cuanto le suceda. Deje simplemente que todo
acontezca como quiera. De otra suerte, harto fácilmente incurriría en
considerar con ánimo lleno de reproches a su propio pasado; que, desde
luego, tiene su parte en todo cuanto ahora le ocurra. Pero lo que sigue
obrando en usted como herencia de los errores y anhelos de su mocedad,
no es lo que ahora recuerda y condena. Las circunstancias anormales de
una infancia solitaria y desamparada son tan difíciles, tan complejas,
se hallan expuestas y abandonadas a tantas influencias y, al mismo
tiempo, tan desprendidas de todos los verdaderos vínculos vitales, que
cuando en tales condiciones se desliza un vicio, no se le debe llamar
vicio sin más ni más. ¡Hay que ser de todos modos tan cauto, tan
prudente, con los nombres! ¡Es tan frecuente que toda una vida se
quiebre y quede rota por el mero nombre de un crimen! No por la acción
misma, personal y sin nombre, que acaso respondiere a un determinado
menester de esa vida, y hubiera podido ser admitida y absorbida por ella
sin esfuerzo alguno. Si el consumir tantas energías le parece grande a
usted, es sólo porque exagera el valor de la victoria. No está en ella
lo grande que usted cree haber realizado, si bien tiene razón en su
sentir. Lo grande está en que ahí ya existió algo que usted pudo poner
en lugar de aquel artificioso fraude, algo real y verdadero. Sin esto,
su victoria sólo habría resultado ser una reacción moral, sin
importancia ni sentido, mientras que así ha llegado a formar parte de su
vida. (De una vida, querido señor Kappus, a la que yo dedico tantos
pensamientos y buenos deseos). ¿Recuerda usted cómo esta vida, ya desde
la misma infancia, suspiró por los "grandes"? Yo veo cómo ahora,
partiendo de los grandes, anhela poder alcanzar a los más grandes.
Precisamente por eso no cesa su vida de ser difícil. Pero por esta misma
razón no cesará de crecer.
Si he de decirle algo más, es esto: no crea que
quien ahora está tratando de aliviarlo viva descansado, sin trabajo ni
pena, entre las palabras llanas y calmosas que a veces lo confortan a
usted. También él tiene una vida llena de fatigas y de tristezas, que se
queda muy por debajo de esas palabras. De no ser así, no habría podido
hallarlas nunca... (*)
(*) Fuente: Versión en página Ciudad Seva.
El arte como una forma de vivir en la Carta X
París, al día siguiente de Navidad de 1908
Ha de saber usted, querido señor Kappus, cuánto me
alegra tener esa hermosa carta suya. Las noticias que me da, reales y
francas, como ahora vuelven a serlo, me parecen buenas. Y cuanto más lo
pienso, más se afianza en mí la sensación de que son buenas de verdad.
Esto, por cierto, quería yo decírselo en ocasión de Nochebuena. Pero por
causa del múltiple y continuo trabajo en que vivo envuelto este
invierno, me sorprendió la antigua fiesta, llegando tan pronto que
apenas tuve tiempo para los recados más urgentes y mucho menos para
escribirle. Pero a menudo he pensado en usted durante estos días
festivos, imaginando cuán tranquilo debe de estar en su solitario
fortín, perdido entre esas montañas desiertas, sobre las que se
precipitan los poderosos vientos del sur, como si quisieran engullirlas a
grandes trozos.
Debe de ser inmenso el silencio en que hay cabida
para tales ruidos y movimientos. Cuando se piensa que por añadidura se
agrega a todo eso la presencia del mar lejano, con su propio sonido,
constituyendo tal vez el tono más íntimo y entrañable en esa armonía de
prehistórica magnitud, entonces ya sólo resta por desearle a usted que,
lleno de confianza y de paciencia, deje obrar en su ánimo la grandiosa
soledad, que ya nunca podrá ser borrada de su vida, y que en todo cuanto
le queda por vivir y hacer, actuará cual anónimo influjo, de un modo
continuo y decisivo. Algo así como en nosotros fluye sin cesar la sangre
de nuestros antepasados, mezclándose con nuestra propia sangre para
formar el ser único, singular e irreproducible que somos, cada cual de
nosotros, en cada recodo de nuestra vida.
Sí: me alegro de que usted cuente ahora en su haber
esa existencia firme y determinada. Ese título. Ese uniforme. Ese
servicio. Todo ese conjunto de cosas tangibles y concretas, que en tales
parajes, como los que ahí le rodean, con una guarnición poco numerosa e
igualmente aislada, no deja de adquirir un sello de gravedad y
urgencia, y que, por encima de cuanto en la carrera militar hay de juego
frívolo y pasatiempo, significa servicio siempre alerta, y no sólo
admite la observación individual y autónoma, sino que hasta la fomenta y
educa precisamente. El hallarnos en circunstancias que nos formen y
labren, colocándonos de vez en cuando ante cosas grandes y naturales, es
todo cuanto nos hace falta.
También el arte es sólo un modo de vivir. Aun
viviendo de cualquier manera, puede uno prepararse para el arte, sin
saberlo. En cualquier realidad se está más cerca de él que en las
carreras irreales, artísticas a medias, que, aparentando cierto
allegamiento al arte, en la práctica niegan y socavan la existencia de
todo arte. Como lo hacen, por ejemplo, el periodismo en su totalidad,
casi toda la crítica profesional, y las tres cuartas partes de lo que se
llama y quiere llamarse literatura.
En pocas palabras: me alegro de que usted se haya
salvado del peligro que representa el caer en todo ello y ahora viva, en
un lugar cualquiera, solitario y valiente en medio de una ruda
realidad. ¡Ojalá pueda el año que está por llegar, mantener y afirmarlo
en ella!
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